Aquel pueblo de Quijotes andrajosos…
Como tantas otras cosas, esta fotografía la descubrí por casualidad mientras pasaba rápido las hojas de un libro. Me ruborizó la forma en que me miraba de soslayo; ese candor, ese ceño turbador. Sus ojos eran la viva imagen de la revolución proletaria, parecían dos remolinos libertarios y profundos de color moreno, hacia los cuales dejarse arrastrar dócilmente, sin miedo, sucumbiendo a sus encantos cual Ulises encontrandose con las sirenas de vuelta a Ítaca. Entonces me invadió la inquietud e inicié las pesquisas pertinentes para saber quién era esta chica, no desistiendo en el empeño hasta al menos conseguir su nombre. Se llamaba «Marina Jiniesta» y tenía 17 años cuando se le tomó la instantánea. No me digan que no es conmovedora la imagen, que no se os encoge el corazón, que en definitiva, no es maravilloso lo que ven…Porque la retratada no es una simple miliciana con el fusil en ristre que observa a la cámara desde la azotea del «Hotel Colón», con la ciudad de Barcelona a sus espaldas; sino la sonrisa transparente de un pueblo español triunfante, que no sabe lo que es rendirse.
Aquél verano del 36, ese pueblo de Quijotes andrajosos (como nos definiera el periodista soviético «ilya ehremburg»), dio un ejemplo al mundo. El que mejor expuso esa situación fue el escritor británico «George Orwell» en su libro «Homenaje a Cataluña»:
«»Habia viajado a España con el proyecto de escribir artículos periodísticos, pero ingresé en la milicia casi de inmediato, porque en esa época y en esa atmósfera parecía ser la única actitud concebible. Los anarquistas seguían manteniendo el contol virtual de Cataluña, y la revolución estaba aún en pleno apogeo. A quien se encontrara allí desde el comienzo probablemente le parecería, incluso en diciembre o en enero, que el periodo revolucionario estaba tocando a su fin; pero viniendo directamente de Inglaterra, el aspecto de Barcelona resultaba sorprendente e irresistible. Por primera vez en mi vida, me encontraba en una ciudad donde la clase trabajadora llevaba las riendas. Casi todos los edificios, cualquiera fuera su tamaño, estaban en manos de los trabajadores y cubiertos con banderas rojas o con la bandera roja y negra de los anarquistas; las paredes ostentaban la hoz y el martillo y las iniciales de los partidos revolucionarios; casi todos los templos habían sido destruidos y sus imágenes, quemadas. Por todas partes, cuadrillas de obreros se dedicaban sistemáticamente a demoler iglesias. En toda tienda y en todo café se veían letreros que proclamaban su nueva condición de servicios socializados: hasta los limpiabotas habían sido colectivizados y sus cajas estaban pintadas de rojo y negro. Camareros y dependientes miraban al cliente cara a cara y lo trataban como a un igual. Las formas serviles e incluso ceremoniosas del lenguaje habían desaparecido. Nadie decía «señor» o «don» y tampoco «usted»; todos se trataban de «camarada» y «tu», y decían ¡salud! en lugar de «buenos días». La ley prohibía dar propinas. No quedaban automóviles privados, pues habían sido requisados y los tranvías y taxis. En todas partes había murales revolucionarios que lanzaban sus llamaradas en límpidos rojos y azules, frente a los cuales los pocos carteles de propaganda restantes semejaban manchas de barro. A lo largo de las Ramblas, la amplia arteria central de la ciudad constantemente transitada por una muchedumbre, los altavoces hacían sonar canciones revolucionarias durante todo el día y hasta muy avanzada la noche. El aspecto de la muchedumbre era lo que más extrañeza me causaba. Parecía una ciudad en la que las clases adineradas habian dejado e existir. Con la excepción de un escaso número de mujeres y de extranjeros, no había gente «bien vestida»; casi todo el mundo llevaba tosca ropa de trabajo, o bien monos azules o alguna variante de uniforme miliciano. Ello resultaba extraño y conmovedor. En todo esto había mucho que yo no comprendía y que, en cierto sentido, incluso no me gustaba, pero reconocí de inmediato la existencia de un estado de cosas por el que valía la pena luchar. Asímismo, creía que los hechos eran tales como parecían, que me hallaba en realidad en un estado de trabajadores, y que la burguesía entera había huido, perecido o se había pasado por propia voluntad al bando de los obreros: no me di cuenta de que gran número de burgueses adinerados simplemente esperaban en las sombras y se hacían pasar por proletarios hasta que llegara el momento de quitarse el disfraz.»»
Han pasado ya más de 70 años, pero aquella joven catalana de rostro afable me increpa por mi abulia, por ser tan cobarde. Me dice: -Jesús no te arrastres, lucha contra esos molinos gigantes, destrúyelos, acaba con esa maldita ética pequeñoburguesa, con esa felicidad distorsionada que te inculcaron…Que no sea en vano nuestro esfuerzo, que las muertes de tus camaradas en Guadarrama, Belchite, Brunete, Teruel y en el Ebro, sirvan para algo, para que tú no te rindas- ; ¿y saben?, que tiene razón, porque queramos o no, aún seguimos siendo un puñado de Quijotes andrajosos. Quitemosles el disfraz a los gigantes, liberemos a los galeotes que nos encontremos por el camino, combatamos contra el caballero de la noble luna. No hagamos caso de la barahúnda burguesa de nuestro entorno, los locos son los que se dejan encandilar con semejantes engaños. Soñemos, porque soñar es gratis.